lunes, 11 de enero de 2021

SILENCIO EN EL TELÉFONO

Francisca Mauas



Malcolm Liepke


Es un vestido difícil de sacar. Sobre todo si estás sola. El escote es profundo adelante pero

en la espalda el cierre va casi desde el cuello hasta la cintura. Puedo bajarlo apenas unos

centímetros pero no más. Me pregunto cómo hice para ponérmelo y no logro recordar.

Aparecen flashes, imágenes difusas del principio de la noche. Creo haberle pedido a

alguien que me ayudara a subir el cierre. Subime el cierre, por favor, es una fiesta

importante. Creo haberme probado varios pares de zapatos hasta dar con el correcto.

Creo haber tomado un taxi. Creo haberle pedido al conductor que no me dejara en la

puerta de la fiesta, en la esquina está bien. Con manos temblorosas le di un billete de no

sé cuánto. Creo haber caminado nerviosa porque iba a verlos.

Estoy con resaca y con ganas de morir. El maquillaje corrido y seco por toda la cara.

Todavía tengo el vestido puesto. Voy a tener que pedir ayuda para bajar el cierre, ¿pero a

quién? ¿A un vecino? Pero no: con una mano y sin ayuda de nadie, deslizo el cierre hacia

abajo, la espalda me cosquillea. Debería ducharme, lavar el mal momento de anoche,

pero no. Hay algo de disfrute en este desamor. Desde el principio sufrí y ya me voy

acostumbrando.

                                    Malcolm Liepke


Me paseo sucia por la casa también sucia. El vestido en el piso hecho un bollo. Lo compré

para la fiesta y ya no podré volver a usarlo. Me recordará siempre a él, a ella, a sus hijos.

Suena el teléfono de línea. Hace mucho que nadie llama y no sé si atender. Es domingo. A

nadie le importo un domingo. Atiendo.

                                                         Salvador Dali - Teléfono langosta


Digo hola con voz casual. Que nadie me pregunte si me pasa algo. O sí. No hay respuesta.

Me quedo un rato. Miro el segundero del reloj de la cocina y luego mi reflejo en el vidrio

de la ventana. Un yo que mira otro yo, un cuadro de mí misma. Pasan diez segundos.

Quince. Veinte. Treinta segundos. Un minuto. El silencio en el teléfono es de alguien que

elige callar.

Corto porque me da miedo. Luego vuelvo a descolgar para ver si ese alguien sigue ahí. Sí,

sigue ahí, y sigue. Corto.

Sigo sin bañarme. No me importa. Me huelo el cuerpo. Mezcla de alcohol, cigarrillos,

perfume Dior y no sé cuántos otros vicios. Recuerdo haber pensado si ponerme ese

perfume. Fue un regalo de él, hace tiempo. Lo uso poco, para no extrañarlo y para que me

dure más. Porque ya no habrá regalos: la lista de recuerdos llegó a su fin. De ahora en más

recordaré los momentos en que pensé en él. Recordaré pensamientos, y luego recordaré

haberlo recordado.

Aquel lunes frío de mayo, yo salí de trabajar y fui a esperar el colectivo. Tardó. En esa

época sabía esperarlo. Estaba cansada, tenía hambre. Encendí un cigarrillo y después de

dar la primera pitada lo vi. Esa fue la primera vez que lo vi.

Es domingo, como todos los días. Para mí los lunes, martes, miércoles, también son

domingo aunque vaya a trabajar. También mi cara es un domingo, y mis piernas cansadas.

Soy una vieja decrépita de treinta años. En dos meses, cuando cumpla treinta y uno, voy a

estar más arrugada y más peleadora. Voy a quejarme de todo y viviré de recuerdos. Creo

que eso es ser viejo. Uno no sabe que es joven cuando es joven, pero sí sabe que es viejo

cuando es viejo.

El estómago me cruje de hambre. Al menos la comida no tiene nada que ver con él. No es

un recuerdo. Eso no me lo quitó. Debería hacer una lista de las cosas que aún preservo sin

manchas. La comida primero. Porque con los amantes no se comparte la comida, no hay

tiempo.

Abro la heladera y por supuesto no hay nada. Tampoco en la alacena. Frascos vacíos, con

miguitas. Me quedo mirando una miguita, una en especial que se parece a mí. Soy una

miga de pan. O de galletita, pero no una cualquiera. Soy una miga de galletita olvidada en

un frasco, no una arriba de una mesa, donde niños felices habían tomado su merienda.

Eso sería más feliz. Hay migas felices y migas infelices. Debería limpiar los frascos, tirar las

miguitas a la basura. Pero no ahora, no después de haber pensado que una de esas migas

soy yo.


                      Salvador Dalí - Dos trozos de pan expresando el sentimiento del amor

 


No tengo redes sociales. Ni virtuales ni en la realidad. Anoche fui a una fiesta pero fue una

excepción. Fui porque estaba él. También ella y sus hijos. Una familia especial. O como

cualquier otra. No soporto las familias. Familia tipo. Los chiquitos salieron lindos,

parecidos a él. Ella no es linda. Eso me da bronca. Siempre me dio bronca.

Me pongo cualquier cosa y voy a la panadería. Las calles son muy grandes cuando uno

está triste. Todo enorme. El mundo demasiado grande. Empieza a sentirse el aire de la

primavera y no me gusta. Obliga a estar contento, con el deber de estar bien. Cuando

estás feliz, el aire de primavera te abraza. En cambio así, como estoy, es una burla, una

forma más de echarte del mundo.

En la panadería hay bastante gente. Saco número. Las familias tipo compran pan fresco

para acompañar la pasta del domingo. La espera me pone nerviosa. Cuando estoy

nerviosa, nunca sé si tranquilizarme o ponerme más nerviosa. En todo caso, siempre elijo

tranquilizarme, porque lo contrario llama la atención, hace que alguien te mire, que

alguien te hable, que se enoje, que alguien quiera tranquilizarte. Y no estoy para eso.

Vuelvo a casa con pan, facturas, una porción de cheese cake y seis sanguchitos de miga.

Con todo esto podré entretenerme durante el día. Con el sol más fuerte que cuando salí,

camino rápido, rumbo a mi pequeño paraíso de puertas cerradas. Con mi comida, que no

voy a compartir con nadie. Suena horrible, egoísta, patético. Es un poco triste pero no

tanto. Me gusta. Con mi hermana, cuando ella vivía en el piso de arriba antes de casarse,

siempre hablábamos de lo lindo que era comer en soledad. Igual a veces comíamos juntas.

Otras veces tomábamos una cerveza y después yo bajaba a mi casa o ella subía a la suya, y

comíamos cada una lo suyo.

Prendo la tele y como un par de sanguchitos. No sé qué es lo que estoy viendo. Un

programa de entrevistas. Entrevistan a alguien que no conozco. Un pelado con anteojos.

Concentrada en mis sanguchitos, no escucho lo que dice.

Después de un rato de tele, me quedo dormida en el sillón. Todavía me duele la cabeza y

siento en el cuerpo resabios del alcohol. ¿Cómo podés ir a una fiesta a pasarla mal?, diría

mi hermana. ¿Cómo vas a exponerte así? Ella porque encontró el amor, a su manera,

simple y despreocupada. Cuando éramos adolescentes ella tenía un novio, un novio

bueno, que la seguía a todas partes. Un día se aburrió, después de muchos años, y lo dejó.

Yo mientras tanto sufría por un montón de chicos al mismo tiempo. Todos eran chicos

malos, futuros psicópatas, histéricos, indecisos, infieles. Y vivía llorando y mi hermana me

decía ¿cómo podés salir con esos idiotas? ¿no ves el daño que te causan? ¿acaso te gusta

sufrir? Después conoció a quien sería su marido, su esposo, su familia tipo, uno parecido a

su novio de la adolescencia. Bueno, fiel, que la seguía a todas partes.

Sin saber cómo de repente es lunes. Me levanto a la hora de siempre para ir a trabajar.

Mientras me visto, después de un baño, las primeras aguas reparadoras después de la

fiesta, suena el teléfono. Son las nueve menos cuarto. Me imagino cientos de

posibilidades de quién puede llamar un lunes a esta hora. Todas posibilidades ridículas,

casi inverosímiles. Lo dejo sonar un par de veces y atiendo.

Digo hola. Nadie responde.

No tengo tiempo de quedarme a escuchar el silencio. Corto. Sigo vistiéndome. El sol de

esta mañana primaveral me golpea la cara con su puño de fuego. No puede ser él quien

llamó. Nuestra relación terminó hace mucho, y que lo haya visto ayer no significa que él

vaya a comportarse como un niño, llamar para escuchar mi voz sin decir nada. Ojalá haya

sido él. Eso demostraría que aún algo le importo. Tomo el colectivo. Es un día como

cualquier otro. Un domingo lunes.

A la tarde, de regreso a casa, cuando pongo la llave en la puerta, escucho que el teléfono

suena una y otra vez. Para cuando dejo mi cartera y las llaves en la mesa, deja de sonar. Sé

que no es él, que no puede ser él, pero no puedo evitar pensar que sí, que tal vez tiene

vergüenza de hablarme después de haberme dicho tan claramente que no iba a

divorciarse, que no dejaría a sus hijos por mí. Me siento y escribo en un papel cualquiera

todas las cosas que no pude decirle. Dejo el papel junto al teléfono. Pienso decirle todo

cuando vuelva a llamar. Por las dudas.

Después me hago un café. Después limpio los vidrios. Después el piso. Después ordeno los

estantes de mi cuarto. Después pongo ropa a lavar. Separo la que ya no quiero y que

pienso regalar. Mantener el orden y la limpieza es importante cuando uno está triste, diría

mi hermana. Debería llamarla, contarle que lo vi con su familia en una fiesta. Que no lo vi

feliz pero se hacía el que sí, que ella ni siquiera me miró, que ni siquiera sospechó que

pudiera haber habido algo entre su marido y yo, y que si no existo para ella menos existiré

para él.

Es verdad lo que dice mi hermana. El orden hace bien. Ordenar me hizo bien, trabajar los

músculos y ver el resultado de ese esfuerzo me hicieron sentir poderosa. Pero estoy

cansada, y con la ropa puesta, me acuesto en mi cama a mirar el techo despintado de mi

cuarto. Me quedo un poco dormida. Sueño que el teléfono suena. Es un teléfono antiguo,

con cable tirabuzón, un cable largo, tanto que es infinito. Antes de atender, busco el papel

donde escribí mi discurso, y una vez que lo tengo firme en la mano, descuelgo el teléfono

negro, antiguo, con cable tirabuzón infinito, pero lo que escribí con tanto esmero y rencor,

ahora no se entiende. La tinta está borroneada, pasada por agua, lágrimas quizás

derramadas mientras escribía. Abro los ojos, porque a pesar de que en mi sueño atendí, el

teléfono sigue sonando. Es el teléfono real, el de mi casa. Corro a atender pero no sé

dónde está. Por eso odio los inalámbricos. Pienso dónde lo dejé después del último

llamado mientras intento en vano seguir el sonido. Al fin, cuando lo encuentro, ya es

tarde. Ya no suena. Hay tono. Es muy triste.

Parada en la cocina, ceno en pijama un pedazo de cheese cake que sobró de ayer, y me

voy a la cama. Creo que son las ocho de la noche. No voy a dormir pero quiero estar

acostada, con mi discurso en una mano y el inalámbrico en la otra. Ya llamó en distintos

horarios y debería volver a intentarlo más tarde. Pasan las horas mientras leo mis frases

en voz alta, en diferentes tonos: enojada, casual, superada. Sin embargo, el teléfono no

vuelve a sonar.


Francisca Mauas, Silencio en el teléfono, en "En París son las once", Azul Francia Editorial, BsAs, 2020

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