EN PARÍS SON LAS ONCE
Francisca Mauas
Era la novia más triste, la más ausente, la más indecisa. Los parientes y amigos, tanto del
novio como de ella, la miraban absortos. Algunos se preguntaban si esto – que la novia
llorara mientras el cura los casaba – sucedía por primera vez en la historia. Quizás pasara
en matrimonios arreglados, en los que en general las mujeres no conocen al hombre con
el que se van a casar. Pero no era el caso. Esta pareja se quería. Tenían una historia breve,
sí, pero nadie los obligaba a casarse. Salvo que hubiera algún secreto, algo que nadie sabía
y que hacía que la novia estuviera tan angustiada.
Una vez que dieron el sí, las cosas se calmaron un poco. Muchos sintieron ganas de
acercarse a ella, de preguntarle si estaba bien, pero nadie lo hizo. Dejaron todo como
estaba. Serían nervios, emoción, y en todo caso ella no era ninguna tonta y pronto se
recuperaría.
En la fiesta la gente se divirtió. Bebieron, comieron, bailaron. La decoración era sencilla y
la comida también. Tarde, muy tarde, casi de madrugada, se fueron los invitados y
también los novios.
Al llegar al hotel donde pasarían su noche de bodas León, flamante marido, le preguntó a
Rosalía por qué al momento de casarse había llorado tanto. Ella titubeó y se rascó la
cabeza, con algunos gestos propios de quien no sabe qué responder. Pasaron algo así
como diez segundos y no dijo nada. León se resignó, prefirió no indagar y la besó. Se
metieron en la cama y, abrazados, se quedaron dormidos.
Cuando León despertó, con dolor de cabeza y mareos de resaca, no encontró a su mujer
en la cama, ni en el baño ni en el pequeño balcón francés que se abría a un campo de
flores lilas y azules. Estará en recepción, pensó, o habrá salido a tomar aire. Pero no:
Rosalía se había ido.
La gente del hotel le dijo a León que ella había pedido un taxi y que no sabían mucho más.
Algunos lo miraron con pena, otros con sospecha.
León se fue a su casa, la que ahora se suponía debía compartir con Rosalía. Y una vez allí,
tomó la agenda y llamó a los padres de ella, a los de él, a sus amigos, a cualquiera que
pudiera darle alguna información. Nadie sabía nada. Le dijeron que tuviera paciencia, que
ya aparecería, que las malas noticias llegan pronto.
León no pensaba que a Rosalía le hubiese pasado algo malo. Se había ido en un taxi, por
propia voluntad. Aunque eso era lo peor del caso. Nadie la había obligado, ni secuestrado,
ni convencido de que huyera. Ella sola había escapado sin siquiera despedirse.
Esperó. Se quedó quieto, fumó cigarrillos, bebió whisky y leyó el diario del día anterior,
que habían pasado por debajo de la puerta.
Se hizo de noche y no pudo comer. Su garganta era un árbol seco. Sintió frío aunque era
verano. Pensó en ir a algún bar a seguir bebiendo pero temió que Rosalía llamara justo en
su ausencia. Durmió en el piso, prohibida toda comodidad hasta tener noticias de su
esposa.
A las seis de la mañana sonó el teléfono en el pesado sueño de León. En el sueño atendió,
pero el teléfono aún sonaba. Abrió los ojos y los abrió mucho más cuando se dio cuenta
de que el teléfono sonaba en realidad. Atendió tan rápido que Rosalía notó su voz agitada
cuando dijo hola, un hola cálido, no el que León o cualquiera hubiera imaginado en esas
circunstancias. En París son las once, le dijo ella. ¿En París? dijo León.
Y la conversación fue hacia lugares conocidos: él sabía que a Rosalía le gustaba Francia, un lugar al que siempre había querido ir, una asignatura pendiente desde su adolescencia, desde el día en que
había conocido a Germain, un violinista mayor que ella, adinerado, intelectual, que estaba
en la ciudad por un concierto. Por un momento León se quedó sin palabras. Imaginó lo
peor. Imaginó lo que cualquiera hubiera imaginado, es decir que Rosalía había ido a
buscar al tal Germain, a decirle que huía de su matrimonio, que había tenido que llegar al
altar para darse cuenta de que era a él, a su amor adolescente, a quien en realidad ella
quería. Pero enseguida él recordó con alivio que Germain estaba muerto. Que los dos, él y
Rosalía, habían leído juntos en el diario la noticia de su trágica muerte. León suspiró y
Rosalía supo lo que él había recordado. Habló un poco más sobre París. Había llegado
hacía un par de horas pero ya había podido ver un parque nevado, a una niña con bufanda
y a un perro con boina. El entusiasmo de ella lo desconcertó y su falta de explicaciones le
hizo pensar que se había vuelto loca. También yo estoy loco, por no preguntarle, por no
pedirle que me explique por qué me abandonó. Todo eso pensaba, pero no se lo dijo. Ella
le dijo que iba a descansar antes de emprender su primer paseo, que tenía que cortar, que
lo llamaría todos los días. Cuando cortaron la comunicación, León decidió que era un buen momento para salir de su casa.
Francisca Mauas, En París son las once, en "En París son las once", Azul Francia Editorial, Buenos Aires, 2020
PARÍS PUERTAS ADENTRO
Héctor Mauas
París at night
“Tres fósforos de uno en uno encendidos en la noche.
El primero para ver tu rostro todo.
El segundo para ver tus ojos.
El útimo para ver tu boca.
Y la completa oscuridad para recordarme eso
al estrecharte en mis brazos. “
(Jacques Prevert; “Palabras”)
Brigitte Bardot
Alicante
“Une orange sur la table.
Ta robe sur le tapis.
Et toi dans mon lit.
Doux present du present.
Fraicheur de la nuit.
Chaleur de ma vie.
(Jacques Prevert; “Paroles”)
Malcolm Liepke
No nos fue otorgada la gracia de conocer París hasta el fondo de la copa.
Pero siempre nos queda vivir, en París, o donde fuere.
Y en completa oscuridad, puertas adentro, poner manos a la obra en el escenario del
Banquete al que cada quien concurre con su goce a desplegar.
Una vez alli, los fósforos encendidos de uno en uno alumbran el cuerpo silencioso de la noche.
Camille Pissarro : Boulevard Montmartre a la noche ( 1897)
Héctor Mauas, París puertas adentro, en "El otro lado de la noche", Azul Francia Editorial, Buenos Aires, 2020
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