de Hector Mauas
Casi siempre, las tazas mueren de una muerte violenta. Las blancas, las de color, grandes o chicas, las de colección y las comunes de bazar, las de té, todas revientan pero misteriosamente más de las café.
Así lo quiere el destino de las cosas no pedestres que viven una vida de circo, entre domadores y tropiezos y tradiciones de malabar.
Jadean y saltan, atajan objetos al vuelo sin perder el hilo de lo que están haciendo, se guarecen, se interconsultan –los amantes de las tazas-. Llevan una vida de resorte, todos ellos.
Los primerizos se sobresaltan por cualquier pequeño ruido inesperado, y luego, con el paso del tiempo y de las tazas, van aprendiendo las leyes repentinas de la vida.
Aunque todo es caída y sustitución tanto de reyes como de porcelanas, a veces algún usuario cuidadoso consigue evitar algún golpe terminal, y entonces ríe, apretadamente ríe como un astuto animal que goza a salvo en su madriguera.
Pero otras veces surge un codo ciego que voltea, o el dorso callado de una mano, siempre torpe, aniquila lo que no han podido aniquilar ni siquiera los niños desatados en los patios a la hora del té y las galletitas.
No es una tragedia; es peor, mucho peor. Es lo nimio, inevitable: el tiempo no transcurre, el tiempo irrumpe. Los dolores y los suspiros contenidos se derraman en un solo golpe de pedazos estallados.
No sirven los recaudos, ni las ortopedias paragolpes.
La taza plástica fracasó por haber nacido muerta de ultrapragmatismo. Se descubrió que produce pesadillas egipcias lo que es envuelto en trapos protectores, y la taza metálica es simplemente triste.
También hay tazas que mueren de una muerte niña y misteriosa.
La escena es siempre la misma. La hemos dejado ya tranquila en su anaquel, o apoyada en la mesa, o sobre el mármol a la sombra de los azulejos en flor, para alejarnos apenas un momento.
Al volver, no hay signos de lucha, ni ventanas abiertas a los vientos, ni descuidos, ni nada fuera de lugar. Sólo una grieta recorre la taza por el flanco, y hay un no sé qué forense en el aire aquietado del lugar.
Entonces, dejando que el charco de café se enfríe sobre el suelo, puede uno sentarse en una silla, apoyar la cabeza en las entrelazadas palmas de las manos, y, sin apuro, peinar a grandes rasgos los pelos hacia atrás.
Septiembre 1990
Breakfast with a Crab, Vermeer |
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