Nota de Héctor Mauas, segunda parte.
“…Interroga los rostros, no escuches las lenguas !...”, le advierte Ubertino da Casale a Guillermo de Baskerville. (“El nombre de la rosa”, Umberto Eco, 1980)
Para pensarse mejor y como si fuera otro, harto de ser, Umberto Eco se aplicó la Navaja de Occam, y escribió “El nombre de la rosa”, en 1980.
Ubicó el texto en una época que se supone oscura y ya distante. Se apartó así de la densa hiperclaridad de su tiempo.
Para desarticularse, para deshacerse del extraño sí mismo que nos precede, y olvidarlo, concibió un no menos extraño monje al que le fue otorgado conocer el sabor que tuvo la ignorancia en el alba de las ciencias, -un casi perfecto descreído-.
A veces, el azar nos ahueca la memoria, y no respondemos, por un momento al menos, según el código de una conciencia asumida como nuestra y absoluta.
En ese preciso momento, entonces, cada quien es ajeno a los afanes de la máquina que con el nombre de Historia nos convoca, en todo tiempo, a las servidumbres sucesivas e idiotas que Flaubert, Kafka, Kennedy Toole y otros exploraron.
BORGES Y YO
“Al otro, a Borges, es a quien le ocurren las cosas. Yo camino por Buenos Aires y me demoro, acaso ya mecánicamente, para mirar el arco de un zaguán y la puerta cancel; de Borges tengo noticias por el correo y veo su nombre en una terna de profesores o en un diccionario biográfico. Me gustan los relojes de arena, los mapas, la tipografía del siglo XVII, las etimologías, el sabor del café y la prosa de Stevenson; el otro comparte esas preferencias, pero de un modo vanidoso que las convierte en atributos de un actor. Sería exagerado afirmar que nuestra relación es hostil; yo vivo, yo me dejo vivir para que Borges pueda tramar su literatura y esa literatura me justifica. Nada me cuesta confesar que ha logrado ciertas páginas válidas, pero esas páginas no me pueden salvar, quizá porque lo bueno ya no es de nadie, ni siquiera del otro, sino del lenguaje o de la tradición. Por lo demás, yo estoy destinado a perderme, definitivamente, y sólo algún instante de mí podrá sobrevivir en el otro. Poco a poco voy cediéndole todo, aunque me consta su perversa costumbre de falsear y magnificar. Spinoza entendió que todas las cosas quieren perseverar en su ser; la piedra eternamente quiere ser piedra y el tigre un tigre. Yo he de quedar en Borges, no en mí (si es que alguien soy), pero me reconozco menos en sus libros que en muchos otros o que en el laborioso rasgueo de una guitarra. Hace años yo traté de librarme de él y pasé de las mitologías del arrabal a los juegos con el tiempo y el infinito, pero esos juegos son de Borges ahora y tendré que idear otras cosas. Así, mi vida es una fuga y todo lo pierdo y todo es del olvido, o del otro.
No sé cuál de los dos escribe esta página.”
Jorge Luis Borges; en “El hacedor”, 1960.
"El nombre de la rosa", óleo de Rafael Alonso |
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