La difusión de modelos ideológicos fue lo que convirtió en esencial el cometido de la Iglesia y del Estado, en relación al modelo de niño fuera de lo común. Modelos inaccesibles que vinieron a reforzar la emergencia del niño como individuo en la sociedad occidental.
La Iglesia difundió dos modelos: el del niño místico y el Niño –Cristo. La exaltación de la infancia mística es un proceder que se contrapone en todo a la concepción “naturalista” del cuerpo solidario. Éste no toleraba la ruptura del ciclo vital; el cuerpo místico, en cambio, implica el celibato, postula la ausencia de descendencia, aspira a una posteridad de un nivel superior, una posteridad espiritual.
Sin embargo, en la misma época, se difunde un modelo laico de niño excepcional, en el extremo opuesto del niño místico y del Niño-Cristo, que llega a realizarse y es el niño prodigio. Ya en el siglo XVII se dan a conocer algunas de esas figuras, por ejemplo, en 1613 se publica La Civilidad moral de los niños, compuesta en latín por Erasmo. El siglo XVIII con Amadeus soporta bien la comparación.
A los niños reales no se les pide que den a conocer sus méritos, son ya niños públicos. Sobre todo si se trata del delfín. Su nacimiento tiene lugar en público, y, durante su primera infancia, para él no existe en realidad la vida privada, se le vigila constantemente, se le observa e incluso se anota el menor de sus gestos, como prueba el texto de Héroard, médico del pequeño Luis XIII. El niño vive a la vista de la corte, pero pese a ser futuro padre de sus súbditos, apenas tiene contacto con ellos.
Se observa, a pesar de esto, un sentido de cambio claro: al niño se le va concediendo progresivamente el puesto que hoy tiene en la familia.
Es difícil de creer que a un período de indiferencia ante la infancia sucediera otro en el que, con el concurso del ¨progreso” y de la “civilización” fuera el interés lo que prevaleciera. Tales no son en realidad características de uno u otro período. Ambas actitudes han coexistido en una misma sociedad, prevaleciendo una sobre la otra en un momento determinado por razones culturales y sociales, no siempre fáciles de discernir.
La afirmación del sentimiento de la infancia, en el siglo XVIII, o sea, nuestro sentimiento de la infancia ha sido un síntoma de una profunda transformación de las creencias y de las estructuras mentales, como signo de una mutación sin precedentes de la conciencia de la vida y del cuerpo en Occidente.
Una concepción de la vida que era la de la estirpe y la comunidad fue sustituída por otra: la de la familia nuclear.
En un clima de creciente individualismo, mientras se trataba de favorecer el desarrollo total del niño, la pareja, alentada por la Iglesia y por el Estado, delegó parte de sus poderes y responsabilidades en el educador.
Al modelo rural siguió un modelo urbano y el deseo de tener hijos no ya para garantizar la permanencia del ciclo, sino simplemente para darles cariño y recibirlo de ellos.
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