16 de noviembre de 2021
Diana Fernández Irusta
LA NACION
No era poco el desafío, pero resultó ser todo un éxito. Y tuve la enorme suerte de estar ahí.
El concierto se realizó en el marco del ciclo Música e Historia en los palacios de Buenos Aires, una iniciativa que lleva tres temporadas y, declarada de interés cultural por el Ministerio de Cultura del Gobierno de la Ciudad y la Legislatura porteña, realiza pequeños eventos en el cruce entre música, arquitectura e historia. Sus creadores son los integrantes del Cuarteto de Amigos, una agrupación de cuerdas formada por músicos de la Orquesta Sinfónica Nacional y la Filarmónica del Teatro Colón.
Uno de sus objetivos es homenajear la riqueza edilicia de la ciudad; el Teatro Colón, la Biblioteca Nacional, el Museo Nacional de Arte Decorativo fueron algunos de los espacios donde el Cuarteto de Amigos mostró su arte. En ese circuito no podían faltar las escuelas centenarias, esas moles de porte exquisito, en sí mismas expresión de una historia fecunda, contradictoria, activa. Hubo un concierto del Cuarteto de Amigos en el Colegio Nacional Buenos Aires, poco antes de la pandemia. Y hubo otro en la Escuela Normal Mariano Acosta hace apenas unos días, al calor de lo que algunos –en voz baja, cosa de no suscitar el retorno del monstruo– ya empezamos a llamar “pospandemia”. Porque era ese clima, el del regreso a algo más benévolo y cercano, el que reinaba en el aula magna del Acosta cuando los músicos del Cuarteto de Amigos hicieron su ingreso.
Entre los lugares comunes que de tanto repetirse se nos van adhiriendo como una segunda piel, está el de la adolescencia como pesadilla. Demasiadas veces me escuché ser parte de la cantinela: difíciles, inabordables, impredecibles, conflictivos. Qué peste, ciertas frases hechas; qué alivio, desprenderse de lo pegajoso de la segunda piel, limpiar la mirada, descubrir qué hay allá afuera. Y qué arrolladoramente hermosos, los adolescentes.
El concierto se ofreció para algunas divisiones, primero y quinto año. Yo estaba allí un poco de contrabando; la escena era por, para y de ellos. Pibes y pibas bravos, tiernos, desgarbados, frágiles, poderosos, bellos.
Por sobre nuestras cabezas estaban los magníficos frescos del cielorraso, los detalles neoclásicos, la estampa que Francisco Tamburini, el mismo arquitecto que diseñó el Teatro Colón, le imprimió a este edificio inaugurado en 1889 y que hoy habitan seres criados entre píxeles: una inquieta marea de chicas con ojos delineados a lo Cleopatra, algún varón con gorro de lana a lo Riverdale, bullicio constante, desborde de vida.
“Escuchen. Disfruten –los animó Andrea Berman, rectora del establecimiento–. Esto también es volver a encontrarnos”.
Y llegó la música. Haydée Seibert, Gustavo Mulé, Carla Regio y Marina Arreseygor arrancaron con los familiares acordes del primer movimiento de la Pequeña Serenata Nocturna de Mozart. Luego siguieron minués argentinos, una pieza de Luis Gianneo, dos de Piazzolla. Entre tema y tema –e incorporando los aportes de Pablo Pineau y María Luz Ayuso, a cargo del proyecto Espacios de Memoria y del archivo histórico del Acosta–, la historiadora Noemí Pilar Molinero unía la música con detalles ligados al origen de la escuela, el barrio que la rodea, el vínculo con Julio Cortázar, uno de sus más célebres alumnos.
El auditorio se plegó a la propuesta. Indicio fuerte: no se oyó el chirrido de ningún celular. Entre lo mucho que puede dar la vida escolar, está lo intangible de los gestos que abrazan. Y eso estábamos viviendo en ese momento, al abrigo de dos violines, una viola y un cello.
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